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El nueve de Agosto, antes de que se recibiera la primera carta de Bruselas, José Arcadio Segundo conversaba con Aureliano en el cuarto de Melquiades, y sin que viniera a cuento dijo:
-Acuérdate siempre de que eran más de tres mil y que los echaron al mar.
Luego se fue de bruces sobre los pergaminos, y murió con los ojos abiertos. En ese mismo instante, en la cama de Fernanda, su hermano gemelo llego al final del prolongado y terrible martirio de los cangrejos de hierro que le carcomieron la garganta. Una semana antes había vuelto a la casa, sin voz, sin aliento y casi en los puros huesos, con sus baúles trashumantes y su acordeón de perdulario, para cumplir la promesa de morir junto a su esposa. Petra Cotes lo ayudo a recoger sus ropas y lo despidió sin derramar una lagrima, pero olvidó darle los zapatos de charol que el quería llevar en el ataúd. De modo que cuando supo que había muerto, se vistió de negro, envolvió los botines en un periódico, y le pidió permiso a Fernanda para ver el cadáver. Fernanda no la dejo pasar de la puerta.
-Póngase en mi lugar –suplico Petra Cotes-. Imagínese cuanto lo habré querido para soportar esta humillación.
-No hay humillación que no la merezca una concubina –replico Fernanda-. Así que espere a que se muera otro de los tantos para ponerle esos botines.
En cumplimiento de su promesa, Santa Sofía de la Piedad degolló con un cuchillo de cocina el cadáver de José Arcadio Segundo para asegurarse de que no lo enterraban vivo. Los cuerpos fueron puestos en ataúdes iguales, y allí se vio que volvían a ser idénticos en la muerte, como lo fueron hasta la adolescencia. Los viejos compañeros de parranda de José Arcadio Segundo pusieron sobre la caja una corona que tenía una cinta morada con el letrero: Apártense vacas que la vida es corta. Fernanda se indignó tanto con la irreverencia que mando tirar la corona en la basura. En el tumulto de última hora, los borrachitos tristes que los sacaron de la casa confundieron los ataúdes y los enterraron en tumbas equivocadas.