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A principio del otro invierno, sin embargo, una mujer que lavaba la ropa en el rio a la hora de más calor, atravesó la calle central lanzando alaridos en un alarmante estado de conmoción.
-Ahí viene -alcanzo a explicar- un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo.
En ese momento la población fue estremecida por un silbato de resonancias pavorosas y una descomunal respiración acezante. Las semanas precedentes se había visto a las cuadrillas que tendieron durmientes y rieles, y nadie les presto atención porque pensaron que era un nuevo artificio de los gitanos que volvían con su centenario y desprestigiado dale que dale de pitos y sonajas pregonando las excelencias de quien iba a saber que pendejo menjunje de jarapellinosos genios jerosolimitanos.
Pero cuando se restablecieron del desconcierto de los silbatazos y resoplidos, todos los habitantes se echaron a la calle y vieron a Aureliano Triste saludando con la mano desde la locomotora, y vieron hechizados el tren adornado de flores que por primera vez llegaba con ocho meses de retraso. El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo.
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