Mis incondicionales

lunes, 19 de julio de 2010

Cien años de soledad XVI



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Llovió cuatro años, once meses y dos días. Hubo épocas de llovizna en que todo el mundo se puso su ropa de pontifical y se compuso la cara de convaleciente para celebrar la escampada, pero pronto se acostumbraron a interpretar las pausas como anuncio de recrudecimiento. Se desempedraba el cielo en unas tempestades de estropicio, y el norte mandaba los huracanes que desportillaron techos y derribaron paredes, y desenterraron de raíz las ultimas cepas de las plantaciones. Como ocurrió durante la peste de insomnio, que Úrsula se dio a recordar por aquellos días, la propia calamidad iba inspirando defensas contra el tedio. Aureliano Segundo fue uno de los que más hicieron para no dejarse vencer por la ociosidad. Había ido a la casa por algún asunto casual la noche que el señor Brow convocó la tormenta, y Fernanda trato de auxiliarlo con un paraguas medio desvarillado que encontró en el armario. “No hace falta”, dijo él “me quedo aquí hasta que escampe.”
No era, por supuesto, un compromiso ineludible, pero estuvo a punto de cumplirlo al pie de la letra. Como su ropa estaba en casa de Petra Cotes, se quitaba cada tres días la que llevaba puesta, y esperaba en calzoncillos mientras la lavaban.
Para no aburrirse, se entregó a la tarea de componer los numerosos desperfectos de la casa. Ajustó bisagras, aceitó cerraduras, atornilló aldabas y niveló fallebas. Durante varios meses se le vio vagar con una caja de herramientas que debieron olvidar los gitanos en los tiempos de José Arcadio Buendía, y nadie supo si fue por la gimnasia involuntaria, por el tedio invernal o por la abstinencia obligada, que la panza se le fue desinflando poco a poco como un pellejo, y la cara de tortuga beatífica se le hizo menos sanguínea y menos protuberante la papada, hasta que todo él termino por ser menos paquidermo y pudo amarrarse otra vez los cordones de los zapatos.

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