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Se sintió tan vieja, tan acabada, tan distante de las mejores horas de su vida, que inclusive añoró las que recordaba como las peores, y solo entonces descubrió cuánta falta le hacían las ráfagas de orégano en el corredor, y el vapor de los rosales al atardecer , y hasta la naturaleza bestial de los advenedizos. Su corazón de ceniza apelmazada, que había resistido sin quebrantos a los golpes más certeros de la realidad cotidiana, se desmorono a los primeros embates de la nostalgia.
La necesidad de sentirse triste se le iba convirtiendo en un vicio a medida que la devastaban los años. Se humanizo en la soledad. Sin embargo, la mañana que entro en la cocina y se encontró con la taza de café que le ofrecía un adolescente óseo y pálido, con un resplandor alucinado en los ojos, la desgarro el zarpazo del ridículo. No solo le negó el permiso, sino que desde entonces cargó las llaves de la casa en la bolsa donde guardaba los pesarios sin usar. Era una precaución inútil, porque de haberlo querido Aureliano hubiera podido escapar y hasta volver a casa sin ser visto. Pero el prolongado cautiverio, la incertidumbre del mundo, el hábito de obedecer, habían resecado en su corazón la semilla de la rebeldía. De modo que volvió a su clausura, pasando y repasando los pergaminos, y oyendo hasta muy avanzada la noche los sollozos de Fernanda en el dormitorio.
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