El martes a las cinco de la mañana José Arcadio había tomado el café y soltado los perros, cuando Rebeca cerró la ventana y se agarró de la cabecera de la cama para no caer. “Ahí lo traen”, suspiró. “Qué hermoso está”. José Arcadio se asomó a la ventana, y lo vio. Trémulo en la claridad del alba con unos pantalones que habían sido suyos en la juventud. Estaba ya de espaldas al muro y tenía las manos apoyadas en la cintura porque los nudos ardientes de las axilas le impedían bajas los brazos. “Tanto joderse uno” murmuraba el coronel Aureliano Buendía. “Tanto joderse para que lo maten a uno seis maricas sin poder hacer nada”. Lo repetía con tanta rabia, que casi parecía fervor, y el capitán Roque Carnicero se conmovió porque creyó que estaba rezando. Cuando el pelotón lo apuntó, la rabia se había materializado en una sustancia viscosa y amarga que le adormeció la lengua y lo obligó a cerrar los ojos. Entonces desapareció el resplandor de aluminio del amanecer, y volvió a verse a si mismo, muy niño, con pantalones cortos y una lazo al cuello, y vio a si padre en una tarde esplendida conduciéndolo al interior de la carpa, y vio el hielo. Cuando oyó el grito creyó que era la orden final al pelotón. Abrió los ojos con una curiosidad de escalofrió, esperando encontrarse con la trayectoria incandescente de los proyectiles, pero solo encontró al capitán Roque Carnicero con los brazos en alto, y a José Arcadio atravesando la calle con su escopeta pavorosa lista para disparar.
-No haga fuego- le dijo el capitán a José Arcadio-.Usted viene mandado por la Divina Providencia
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