Mis incondicionales

miércoles, 19 de mayo de 2010

Cien años de soledad VIII

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Una madrugada, casi dos meses después de su regreso, lo sintió entrar en el dormitorio. Entonces, en vez de huir, en vez de gritar como lo había previsto, se dejo saturar por una suave sensación de descanso. Lo sintió deslizarse en el mosquitero, como lo había hecho cuando era niño, como lo había hecho desde siempre y no pudo reprimir el sudor helado y el crotaloteo de los dientes cuando se dio cuenta de que él estaba completamente desnudo.”Vete”, murmuró, ahogándose de curiosidad. “Vete o me pongo a gritar.” Pero Aureliano José sabía entonces lo que tenía que hacer, porque ya no era un niño asustado por la curiosidad sino un animal de campamento. Desde aquella noche se reiniciaron las sordas batallas sin consecuencias que se prolongaban hasta el amanecer. “Soy tu tía”, murmuraba Amaranta, agotada. ”Es como si fuera tu madre, no solo por la edad, sino porque lo único que me faltó fue darte de mamar.” Aureliano escapaba al alba y regresaba a la madrugada siguiente, cada vez más excitado por la comprobación de que ella no pasaba la aldaba.

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